Desde los inicios de la historia de la humanidad, el hombre se ha
percatado de su entorno y lo ha relacionado con estados internos de su psique.
Nuestros antepasados nómadas, que cazaban animales de la talla del mamut y el
buey, y habitaban en la naturaleza inhóspita, ya expresaban sus ideas por medio
de un lenguaje primitivo, que capturaba los objetos sensibles en conceptos
expresados en sonidos básicos.
El ser humano ya usaba su intelecto para crear armas y herramientas,
hechas de madera, roca y hueso, y también para expresarse por distintos medios,
entre otros, la música y la danza, la pintura y la escultura, que
principalmente tenían funciones espirituales y religiosas.
Este primer hombre, “primitivo”, fuera de ser una criatura ignorante y subdesarrollada (como muchos erróneamente creen) era un ser con sus facultades desarrolladas,
totalmente capaz de crear instrumentos no sólo físicos, sino también morales y
culturales. Esto quedó demostrado gracias a los aportes de Leroi-Gourhan y Annette
Laming-Emperaire[1],
quienes descubrieron por medio de sus investigaciones, que la antropología
evolucionista, que enmarcaba un supuesto avance intelectual, moral y cultural
del ser humano, estaba errada.
Para los hombres del Paleolítico, el pensamiento mágico resultaba
equiparable al pensamiento científico que posee el hombre moderno, tal como lo
expresó Levi-Strauss: las acciones mágicas resultan “acciones intelectuales y
métodos de observación comparables a la ciencia moderna. El pensamiento mágico
forma un sistema bien articulado y es una suerte de expresión metafórica del
pensamiento científico. Concluía que «en vez de oponer magia y ciencia, sería
mejor colocarlas paralelamente”.[2]
Los primeros seres humanos eran tan complejos y desarrollados como
nosotros, hombres y mujeres con valores, ideas y miedos. Mucho de lo que
desconocían, era temido (como incluso, actualmente) y uno de los peores miedos
que tenían, era a la muerte y lo que se encontraba más allá de su umbral.
Ya habían creado todo un imaginario alrededor de la Naturaleza y sus
fenómenos. Los cambios de las estaciones -marcados por los solsticios y los
equinoccios- los eclipses y demás sucesos, se observaban con reverencia y un
temor sagrado, en especial, la muerte.
En sus investigaciones, Joseph Campbell[3]
realiza comparaciones entre varias culturas prehistóricas al respecto de sus
creencias y prácticas sagradas. Es ampliamente conocido que había comenzado el
culto a los difuntos, y que se llevaban a cabo elaboradas ceremonias rituales
para el paso al más allá.
En estas ceremonias, el chamán (imbuido con poderes sobrenaturales, por
los Dioses) realizaba los cánticos y rezos a los espíritus, para que ayudarán
al alma del difunto en su viaje hacía el Más Allá, que en numerosas culturas,
representa una aventura sumamente peligrosa, a través de las acechanzas de entidades demoníacas y espíritus funestos.
La finalidad de las ceremonias funerarias (tanto las prehistóricas, como
las actuales) tienen dos funciones básicas: la primera, que el alma del difunto
atravesase los peligros del viaje al Inframundo hasta el lugar de reposo; y la
segunda, que consiste en que el alma del muerto no regrese nunca más al reino
de los vivos.
El porqué de esta cuestión resulta de la siguiente manera: en el pasado
remoto, los humanos se integraban en grupos nómadas, que viajaban de un lado a
otro, en busca de la recolección de frutos y sobre todo, de la caza de
animales, que generalmente se desplazaban por las tierras continentales, en
manadas.
Su subsistencia se basaba, casi por completo, en la cacería. Para el
hombre de hace 50,000 años, el acto de cazar no representaba solamente un medio
de subsistencia, sino que simbolizaba todo un carácter de existencia, física,
mental y espiritual. Un modo de interactuar con la Naturaleza, vista como Divinidad y llamada La Gran
Diosa Madre, y cuyas efigies aún se conservan en nuestros días.[4]
Para el hombre del Paleolítico, la Naturaleza, era la dadora de vida,
quien proveía a sus criaturas con alimento, techo y sustento, de ahí su título
de “Gran Madre”. Sin embargo, el acto de la caza, de asesinar a un animal y
consumir su carne, significaba no sólo quitar una vida, sino ingerir su “fuerza
vital”.
Esta ingesta de la fuerza vital, no sólo consistía en comer la carne del
animal, sino que en muchos casos, también se daba en beber la sangre del mismo.
Los atributos del animal pasaban a ser los del hombre que lo consumía. Una
cuestión que más adelante no sólo se realizó con los animales cazados, sino con
los enemigos vencidos (sobre todo los fuertes o valerosos), de los cuales
muchas veces se bebía la sangre y se devoraba el corazón.
En la caza, el acto propio del asesinato del animal, sumado a la ingesta
de su carne, provocaban una venganza del espíritu del animal muerto, sobre los
miembros de la tribu. El espíritu podría regresar del Más Allá a causar
calamidades a los vivos. Es por ello, que el chamán efectuaba una ceremonia
para liberar el alma de la bestia cazada y que ésta llegará al Más Allá, para
nunca volver.
“Para prevenir una venganza funesta por parte de sus víctimas, las
tribus cazadoras realizaban un ritual que emulaba una historia mítica, en la
que el “hombre primordial”, que era el ancestro mítico de los chamanes, al
haber dado muerte al monstruo-bestia, realizaba una ofrenda a su espíritu para
liberarlo […] asegurarse que permaneciera en el reino invisible de los muertos
y no regresara a tomar represalias contra los vivos.”[5]
Esta ceremonia podía constar de ofrendas al espíritu animal, como pago
por haberlo asesinado. Aunque uno de los actos más comunes y significativos,
era el de mutilar los restos del animal, cortando su cabeza o su cola,
atravesando su cráneo con una estaca o rompiendo sus huesos, como un método
efectivo para que su espíritu nunca regresara a atormentar a los vivos.
Estas acciones rituales se efectuaban en el caso de los animales cazados,
pero también existían ceremonias para los difuntos de la tribu y para los
enemigos muertos, producto de los enfrentamientos entre clanes rivales.
Cuando alguien fallecía en una tribu cazadora, se efectuaban ceremonias
elaboradas, llenas de música, cantos, danza y rezos. Los miembros asistían al
lugar sagrado donde “descansaban” sus difuntos, y desenterraban sus huesos. Los
ancestros estaban presentes en la ceremonia, para recibir al nuevo ancestro.
El cadáver se exponía entre los miembros de la tribu, y aquí existen dos
versiones principales al respecto de las ceremonias fúnebres: en una, el cuerpo
se dejaba a la intemperie, a merced de los elementos y los animales salvajes,
quienes debían consumir el cuerpo hasta dejarlo en los huesos. En la otra
versión, los miembros de la tribu consumían la carne del difunto y limpiaban
sus huesos, mismos que depositaban en el lugar sagrado del descanso de los
ancestros. En ambas versiones, se efectuaba la mutilación ritual, para evitar
que los espíritus de los ancestros trajeran desgracias y enfermedades a los
vivos.
Algo similar se realizaba cuando se enfrentaban dos grupos rivales. Sus
actos de violencia, los asesinatos, no eran diferentes de aquellos efectuados
con los animales que cazaban. Los espíritus de sus enemigos muertos podrían
regresar a causar males, con toda la intención de hacerlo, razón por la que era
necesario efectuar la mutilación ritual.
Otro miedo común a todos los seres humanos -vigente aún en la actualidad- es el miedo a la obscuridad. Para el hombre, el sentido de la vista resulta
primario, aún más para los cazadores del Paleolítico, que necesitaban este
sentido para ubicar sus presas y también
posibles peligros. El ser humano, desde sus inicios ha sido una criatura
con varias desventajas respecto a otros animales. Una de ellas, resulta ser la
falta de visión nocturna.
A diferencia de otros animales, que poseen membranas oculares capaces de
recibir la poca luz de la noche para ver, el ser humano necesita de la luz para
realizar sus actividades. El hombre paleolítico dependía casi por completo de
la luz del sol, pues era totalmente incapaz de vislumbrar los peligros a su
alrededor en las tinieblas.
En la obscuridad de la noche, muchos depredadores se encontraban en
actividad plena y los humanos hallaban una desventaja abrumadora. Con el
descubrimiento del fuego y su uso, los primeros hombres tuvieron mayor
capacidad de desplazarse, aún en las tinieblas. Sin embargo, aún era muy
peligroso aventurarse al exterior en un paseo nocturno.
Esta relación de luz y obscuridad trascendió la mera línea del mundo
físico, y pasó a ser parte también, del mundo invisible de lo espiritual. De
este modo, nacieron los dioses de la luz y la vida, en contraposición con los
dioses (o demonios) de la obscuridad y la muerte. El fuego pasó a ser un
elemento sagrado, una luz, similar a la del sol, regalo de los dioses de la
vida, para combatir la obscuridad y sus demonios.
Todos estos elementos de los seres humanos del Paleolítico, en suma,
resultan muy familiares, y son sumamente parecidos, si no es que iguales, a los
elementos que resultan ser denominadores comunes en las criaturas tipo-vampiro.
El vampiro ha sido retratado en distintas culturas como un no-muerto, una
persona fallecida que vuelve de la muerte, su espíritu o incluso algún espectro
maligno que regresa del Más Allá al mundo de los vivos para causarles
calamidades, enfermedades y muerte, para tomar venganza. Esto claramente se
observa en las culturas paleolíticas, donde se gesta la idea de que los muertos,
ya sean animales o humanos, pueden regresar a castigar a los vivos y
provocarles desgracias.
El hambre y sed de sangre (y en muchos casos, carne) de los vampiros, tiene que ver directamente con el ingerir la fuerza vital, práctica realizada por los vivos para alimentarse. Sin embargo, en la figura del vampiro, los papeles se invierten: es el espíritu del muerto el que se alimenta de la fuerza vital de los vivos, de modo que no es la vida la que se alimenta de más vida, sino la muerte que la devora.
En las distintas mitologías y folklores, la manera más efectiva de
deshacerse de un vampiro o una criatura de este tipo, es mutilando el cuerpo,
principalmente cortándole la cabeza, o en algunos casos, atravesando su corazón
con una estaca, de igual forma que los primeros hombres realizaban estas formas
de mutilación para evitar el regreso de los espíritus de los difuntos. Otra práctica común, tanto entre los hombres paleolíticos como en culturas antiguas, era la de sepultar el cadáver boca abajo y con algunos amuletos que aseguraran su no-regreso.
Las criaturas vampíricas son nocturnas, se mueven en la obscuridad de la
noche para atrapar a sus presas desprevenidas. Son susceptibles a la luz del
sol y también al fuego. Todo esto resulta en extremo similar a la idea de que
los peligros aumentaban en la noche, donde el hombre no tiene control, y de
donde proviene la idea de que los espíritus malignos y los demonios salen en
las tinieblas, pues la luz (del sol o del fuego) los debilita, o en dado caso,
los destruye.
De este modo, se puede deducir sin temor a equivocarnos, que el vampiro
es una criatura formada por varias ideas primordiales de los hombres del
Paleolítico, que encierra dentro de sí, varios de los peores temores del ser
humano, entre los que se encuentran el miedo a la muerte; el temor a la
obscuridad y sus peligros, y a la venganza funesta de los espíritus del
Más Allá.
.
De este modo, es posible ver que la base de lo que es el vampiro y
criaturas de este tipo, proviene de creencias fundamentales y muy antiguas de
los primeros seres humanos, que forjaron su mitología basándose en las
observaciones del mundo a su alrededor y equiparando ese mundo externo a los
mundos internos de su psique, haciendo de los elementos materiales, conceptos
espirituales, que seguirían afectando al ser humano hasta nuestros días
[1] Leroi-Gourhan, Los cazadores de la Prehistoria,
Ediciones Orbis, Barcelona, 1986, p. 147.- Citado en Julio Amador Bech, Horizontes
epistémicos de la interpretación del arte rupestre: perspectivas críticas desde
la hermeneútica. El modelo neuropsicológico de David Lewis-Williams,
México, s/editorial, s/año de edición, archivo PDF, p. 7.
[3] Joseph Campbell, Las máscaras de Dios vol. I: mitología
primitiva, Madrid, Alianza Editorial, 1996, primera reimpresión, 561 pp.
[4] Ejemplos de esto, es la Venus de Willendorf, descubierta por Josef Szombathy,
tallada en piedra hace 22,000 años aproximadamente, la imagen simbólica de una
madre que da nacimiento a sus creaciones y las alimenta. Cabe destacar el hecho
de que esta figura, con 22,000 años de antigüedad, se ha conservado hasta
nuestros días por el material en que se ha tallado, aunque según la opinión de
muchos estudiosos, lo más seguro es que existieran esculturas similares
bastante más antiguas, que al ser talladas en madera o hueso no se conservaron
hasta la actualidad.
[5] Héctor Manuel Lujambio Valle,
La multidiscursividad del Mito: Perseo
como símbolo del pensamiento y cultura de Grecia Antigua, UNAM, FCPyS,
2012.