domingo, 6 de diciembre de 2009

La verdadera Tradición y origen del Halloween

El Halloween es una festividad moderna que se lleva a cabo en países anglosajones, principalmente en E.U.A., que tiene tintes más que nada comerciales en la que se acostumbra que los niños se disfracen de algún monstruo o ser fantástico y salgan a la calle a pedir dulces o dinero al cántico de “Dulce o truco” o “Truco o trato” (Trick or treat). Para las personas jóvenes y adultas representa una ocasión para hacer fiestas de disfraces y decorar sus casas con motivos aterradores.

Sin embargo, esta celebración no fue siempre un motivo comercial con tintes mercantilistas, sino que en realidad se trata de un festejo antiquísimo, lleno de tradición y folklore. Halloween proviene de la contracción de las palabras “All Hallows Eve” que significan “Víspera del Día de todos los santos”. Esta fecha fue instituida por la Iglesia Católica Romana junto con el “Día de los fieles difuntos” para conmemorar a los muertos y rendirles homenaje, y se amalgamó a la antigua celebración del Samhain en países con raíces culturales celtas.

El Samhain es una celebración de origen celta que se llevaba a cabo a finales de octubre y principios de noviembre, cuando las cosechas se levantan de los campos y la Tierra entra en el otoño, preludio del frío y obscuro invierno, cuando las fuerzas de la luz son eclipsadas por las fuerzas de la obscuridad, y significa en gaélico “fin del verano”. Era el festejo no sólo del cambio de estación sino del fin de año y año nuevo celta.

A semejanza de nuestros ancestros precolombinos y de muchas otras culturas en el globo, los celtas creían que durante este tiempo, las fuerzas espirituales aumentaban su potencia y existía cierto desequilibrio entre el mundo espiritual y el mundo material, dando la ocasión perfecta para que el alma de los difuntos regresara del otro lado para convivir con sus familiares y amigos

Este desequilibrio tenía lugar porque era por estas fechas se efectuaba la unión de Dagda, Dios de la luz, la vida, la abundancia y la salud; con Morrigan, Diosa de la noche, la muerte y la guerra. La historia cuenta que los Dioses “Tuatha De Dannán” (hijos de Dannán) se encontraban en guerra con los Formore, una especie de deidades monstruosas y malévolas. Dagda viajaba hasta el palacio para llegar con sus hermanos y prepararse para el combate.

Caminaba por el bosque, cuando al llegar a un estanque, vio a una bellísima mujer bañándose. Al acercarse, Dagda se percató de que no era otra que Morrigan, la obscura señora de la guerra. Ella lo invitó a pasar la noche en su compañía, a lo que el Dios accedió. Las fuerzas opositoras de la vida y la muerte, de la luz y las tinieblas, danzaron y se juntaron en un acto apasionado.

Después de este episodio, y de varios sucesos más, Dagda, Morrigan y los demás Tuatha De Dannán vencieron finalmente a los Formore, estableciendo un reinado de paz general. Aunque el suceso de la unión de Dagda con Morrigan se repetía año con año al finalizar el verano. Por esta razón, los límites entre vivos y muertos se franqueaban y el alma de los ancestros podía regresar para visitar a sus familias.

Aunque esto no sólo representaba regocijo para los celtas, ya que no sólo el alma de sus difuntos regresaba del mundo espiritual, sino también toda una gama de espíritus buenos y malos podía pasar a la Tierra, por lo que debían ser sumamente precavidos esos días.

Para ello, los celtas colocaban una ofrenda con comida y bebida fuera de sus casas dedicada a sus muertos y también decoraban con motivos terroríficos el exterior de sus viviendas, entre lo que destacan los nabos ahuecados (que posteriormente serían calabazas) con una luz interior, esculpidos de forma monstruosa, todo para ahuyentar a los espíritus malignos que quisieran acercarse a la casa, de igual manera en que las gárgolas asustan y alejan a espíritus impuros de las iglesias.

Se prendían grandes fogatas fuera de las casas y en los campos, además de que se mantenían los fuegos de las casas encendidos toda la noche. Las hogueras cumplían dos funciones: alejar a los espíritus malignos y mostrar el camino a casa a los buenos y a los ancestros.

Los druidas, sacerdotes de los celtas, salían en la noche y se disfrazaban con pieles de animales, se pintaban la cara de forma macabra o usaban máscaras aterradoras y prendían grandes piras para asustar a los espectros y mantener a las fuerzas obscuras alejadas, de ahí viene el disfrazarse para la celebración del Halloween.

Otras funciones que realizaban los druidas durante esos días era la de recolectar hierbas y raíces para preparar sus brebajes, orar y hacer toda clase de ejercicios espirituales, ya que eran tiempos de gran energía espiritual y se creía que eran más efectivos.

El tan conocido “truco o trato” proviene del hecho de que entre los espíritus malignos que podían llegar a la casa, había uno sumamente funesto que se llamaba “Jack de la linterna” (Jack O`Lantern), que cantaba “truco o trato” al llegar a la casa. Los habitantes debían hacer el “trato” que el espectro deseara, porque si no, enormes calamidades podrían caer sobre ellos, tales como enfermedades, destrucción de sus campos, muerte del ganado, entre otras horribles consecuencias, todo ello en forma de “truco”.

Este Jack figura en las leyendas como un hombre malo, egoísta, burlón y un astuto jugador. Cuentan las historias que engañó al diablo para que no pudiera llevarse su alma al infierno y que le fue dada una linterna hecha de nabo para guiarse en su camino de tinieblas; otros cuentan que tenía cabeza de calabaza por ser maleducado con unas brujas o incluso por engañar a la muerte. Hay muchas versiones de esta leyenda, aunque seguramente es una construcción posterior a la llegada del cristianismo, pues los celtas no conocían diablo alguno y se presume que Jack era un monje.

El Samhain no tiene que ver, como muchos fundamentalistas cristianos aseveran en Internet, por culpa de su ignorancia, con la adoración del diablo ni de una entidad malévola y obscura conocida como Samhain (que es algo tomado de la serie animada de los Cazafantasmas y no de hechos históricos y antropológicos); sino que, como hemos observado, es una tradición muy antigua y muy bonita que ha venido deformándose hasta ser la celebración comercial que es hoy el Halloween en países como E.U.A.

El día de hoy ya no se rememora a los ancestros en esta celebración, sino que es más motivo para tener entretenimiento y diversión. Se ha convertido en una fiesta sin sentido que da motivo para disfrazarse, adornar la casa con motivos terroríficos y pedir “truco o trato”.

Actualmente existen grupos religiosos neo-celtas, neo-paganos y wiccas que tratan de salvar la tradición original, con sus acciones y significados. Ellos se consideran depositarios de las antiguas enseñanzas y modos célticos, y nos recuerdan que el Halloween, no es una celebración mercantil y sin sentido, sino un festejo milenario que tiene sus raíces en la tradición celta, en una fiesta llamada Samhain, “El fin del verano”.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

El Día de Muertos


Desde siempre, la muerte ha sido un paso incomprensible para los seres humanos, pero tenemos firmemente la creencia de que el término de esta vida nos conduce a otra más allá. Nuestros ancestros pensaban, que por un tiempo al año, los difuntos podían regresar a la tierra, para disfrutar junto a sus seres queridos los placeres que tenían en vida. Era un tiempo encomendado a la muerte, pero sobre todo, a la espiritualidad.
                
La tradición del Día de Muertos, se remonta a nuestras raíces prehispánicas. Desde los inicios de la cultura en Mesoamérica, los muertos eran objeto de temor, respeto y reverencia. Posteriormente, las religiones bien establecidas del antiguo México, seguirían reverenciando a los muertos, como guías y protectores.
                
Las historias relataban que los hombres habían sido creados a partir del maíz, dado por el dios Centeótl, y moldeados por las manos de Quetzalcóatl, el sabio creador. Pero para hacerlo, el bondadoso Dios tuvo que viajar hasta la tierra de la muerte, el Mictlán. Acompañado por su hermano Xólotl, el guía, representado con forma de perro, recorrió las sendas tenebrosas hasta llegar al trono de Mictlantecuhtli y Mictecacihuatl, señores de los muertos.
                
Quetzalcóatl les pidió que le regalaran unos huesos para crear a la nueva humanidad, pues habían sido creadas cuatro humanidades anteriores que habían sido destruidas por su maldad y su ignorancia, pero Mictlantecuhtli se negó. El dios de la sabiduría le pidió entonces los huesos prestados, a lo que el rey de la muerte accedió, pero sólo si Quetzalcóatl pasaba una prueba: tocar un caracol, para escuchar su música.
                
La prueba estaba arreglada para que Quetzalcóatl perdiera, pues el caracol no tenía agujeros para que saliera el sonido, pero el sabio Dios, llamó a sus amigos los gusanos, que llegaron para comerse parte de la concha, haciéndole los hoyos que necesitaba, entonces él tocó y salió una música hermosa. El rey del inframundo lo dejó partir con los huesos “prestados”.
                
Quetzalcóatl no pretendía regresarle los huesos a Mictlantecuhtli, y decidió salir de sus dominios lo más rápido que pudo, pero no sabía que Tezcatlipoca, su hermano y enemigo, fraguaba junto con Mictlantecuhtli la desaparición de él y su nueva humanidad. Con forma de buitre lideró a las sombras, súbditos del Mictlán, para detener al buen Dios. Cavaron un foso profundo y esperaron a que cayera en su trampa.
                
El buen Dios, cayó y los huesos se dispersaron por la tierra yerma, cosa que seguramente los haría infértiles para crear a la nueva humanidad, por lo que lloró y sangró, sentado sobre lo que iba a ser su mejor creación, sus amados humanos. Pero sus lágrimas y su sangre llegaron hasta la tierra y los huesos germinaron, y entonces la nueva humanidad vio la luz del día.
                
Por obra del sacrificio de sangre y lágrimas fue que la humanidad vivió, es por ello que nuestros ancestros prehispánicos hacían sacrificios, para retribuir un poco lo mucho que los Dioses nos habían dado, la vida. Los huesos debían regresar al Mictán, pues eran prestados, por esa razón, la mayoría de las personas iba a esa tierra al morir.

El Mictlán era una tierra vasta, ordenada en nueve diferentes niveles. Los muertos debían realizar el largo viaje desde la tierra hasta el último de los niveles para alcanzar el descanso eterno, un trayecto que duraba cuatro años. La mayor parte de las ocasiones se les enterraba con un perro, el xoloescuintle que se relacionaba con Xólotl, el hermano y guía de Quetzalcóatl, y con artefactos que necesitarían para su viaje. La travesía se realizaba de manera muy similar a la relatada por los egipcios en su “Libro de los Muertos” y por otras civilizaciones como la griega y la asiria.

Había otros destinos diferentes al Mictlán. Uno de ellos era el Chichihuacauco, el cielo de los niños muertos al nacer o antes del parto, en este lugar, había un enorme árbol que sostenía cálidamente a los pequeños y les proveía de leche que brotaba de sus ramas. Posteriormente, los pequeños podrían volver a la tierra nuevamente para renacer, cuando se terminará el Quinto Sol.

Otro cielo era el que presidía Tláloc, el Tlalocan, un lugar donde había eterna primavera, todo era verde y fresco. Ahí los difuntos gozaban de abundancia y reposo. Iban ahí los que morían ahogados, congelados por el frío o golpeados por un rayo, los que morían de alguna enfermedad y los sacrificados al Dios de la lluvia.
                
Un destino diferente les esperaba a los guerreros, tanto los que morían en batalla como a los que habían sido hecho prisioneros y sacrificados, ambos los honores más grandes dentro de la sociedad mesoamericana; al igual que a las mujeres que morían al dar a luz, pues se consideraba que morían como guerreras. Este cielo era el Omeyocan, presidido por Huitzilopochtli, donde había luz del sol de manera permanente, cantos, danza y comida en abundancia. Después de un tiempo las mujeres podrían regresar a la tierra en forma de mariposas y los hombres en colibríes.
                
Pero éstas, no eran residencias permanentes de los muertos, pues una vez al año, el señor de la muerte les permitía regresar al mundo de los mortales gracias a Quetzalcóatl, ya que se rememoraba el robo de los huesos del Mictlán hasta la tierra. Esto sucedía cuando se levantaban las cosechas y comenzaba el otoño, a finales de octubre y principios de noviembre, cuando la obscuridad comenzaba a tomar dominio de la tierra. Eran tiempos de gran energía y turbulencia espiritual, por lo que era tiempo propicio para hacer sacrificios y plegarias.
                
En estas fechas, el alma de los difuntos regresaba a la tierra para ver a sus familiares y amigos, quienes colocaban comida y bebida a modo de ofrenda. Era un tiempo de espiritualidad y regocijo, en el que vivos y muertos podían convivir en una fiesta sublime. Se agradecía a los Dioses por esta oportunidad de estar rodeado de los ancestros y se hacían plegarias y sacrificios para ellos.
                
La ofrenda prehispánica consistía en un círculo de sal o cal, elementos santos que purificaban la ofrenda, seccionado en cuatro partes orientadas a los puntos cardinales. Dentro del círculo se ponían los alimentos y bebidas, además de objetos que gustaran al difunto. La flor de cempaxúchitl y las llamas no podían faltar, pues guiaban el alma de los ancestros hasta el hogar donde se colocaba la ofrenda.
                

El círculo completo  representaba el universo en su totalidad, infinito y eterno, pero cíclico. Cada una de estas secciones representaba un elemento, una hora del día, una estación del año, una región del universo y un Dios determinado.
                
El sur se pintaba de rojo y simbolizaba el fuego, elemento del poder, la vivacidad, creación y destrucción. Símbolo del verano, tiempo de la siembra, del calor y la lluvia, cuando la vida crece desmesuradamente y la Tierra está más cerca del Sol; era el astro rey al mediodía, cuando hay más luz y calor. Se honraba a Huitzilpochtli, Xiuhtecuhtli y Huehueteótl.
                
El oeste era de color azul y representaba el agua, elemento de transformación, cambio y renovación; el otoño, cuando las hojas caen y se recogen las cosechas, cuando el Sol comienza a morir y a decaer y el frío y la obscuridad comienzan a tomar fuerza, el ocaso. Se celebraba a Tláloc y Chalchitlicue, los señores del agua y la fertilidad.
                
El norte se pintaba de negro y simbolizaba la tierra, el elemento de la estabilidad y la firmeza, de la fuerza. Era el invierno, la época cuando el mundo se sumerge en tinieblas, y la noche, cuando Coatlicue, la señora de la Tierra devoraba simbólicamente a su hijo Huitzilopochtli, el Sol. Este fragmento de ofrenda representaba el Mictlán y sus reyes: Mictlantecuhtli y Mictecacihuatl. También se honraba a Tezcatlipoca, señor de la ilusión y la obscuridad.
                
El este era de color amarillo y representaba al aire, elemento de transmisión y libertad, de la inteligencia; era la primavera, tiempo de renacimiento, cuando el frío comienza a pasar y la vida regresa, el amanecer, cuando el Sol renace triunfante sobre la obscuridad. Esta parte representaba la región de Quetzalcóatl donde también se ubicaban Xólotl, Ehécatl y Xochipilli.
                
De esta manera, nuestros ancestros mesoamericanos no sólo ofrecían a sus muertos alimentos y bebida, sino también ofrendaban a sus Deidades y representaban al Universo y su ciclo eterno, por lo que era muy importante realizarla, no sólo por los difuntos sino por los vivos, no para recordar la muerte sino la importancia de la vida y que ésta es cíclica.
                
Posteriormente con la llegada de los españoles y la religión católica, esta tradición se amalgamó con el “Día de todos los santos” y el “Día de los fieles difuntos” que misteriosamente eran fiestas celebradas para conmemorar a los muertos y que se llevaban a cabo por las mismas fechas. Aunque estas celebraciones fueron adoptadas por el catolicismo, eran llevadas a cabo por los romanos mucho antes de su conversión al cristianismo.
                
Entonces se comenzaron a hacer ofrendas en mesas, con los alimentos y bebidas nuevas, mezcla de las culturas mesoamericanas y europeas que se fundían en una sola: la mexicana. Una tradición renacida y sincretista, pero que mantenía su esencia original. La sal, el fuego, el agua y los alimentos y bebidas siguen colocándose para los ancestros, pero también se agregaron las calaveras de azúcar y el pan de muerto, ambos, alimentos que finalmente representan como la vida impera sobre la muerte y la devora.
                
Surgieron las “Calaveras”, un producto literario escrito usualmente en verso, que trata de la muerte (llamada “la flaca”, “la calaca”, “la tilica”, “la catrina”) y alguna persona, ya sea algún familiar o amigo, o algún político o personaje famoso. En la “Calavera” se utiliza el humor, el sarcasmo, la ironía y la sátira para hablar de un suceso gracioso y lleno de ingenio relacionado con el personaje.

También surgieron las afrancesadas “Catrinas”, la muerte vestida de manera elegante con vestido y sombrero, como toda una dama de sociedad, vista por vez primera en la ilustración de José Guadalupe Posada, "La calavera garbancera" y posteriormente en la pintura de Diego Rivera “Sueño de un domingo por la tarde en la Alameda”, donde aparece como personaje central. Ahora se reproducen las “Catrinas”, en dibujo, pintura, papel maché o en disfraz, con diversas temáticas, pero siempre viendo a la muerte como una “persona” más, con la que convivimos diariamente y con quién en lugar de llorar, reímos.
                
Actualmente, la celebración se continúa haciendo para nuestros ancestros que descansan en el otro mundo, en días que seguimos considerando como santos, ya que nuestros muertos tienen la potestad de regresar para convivir con nosotros y disfrutar de nuestros alimentos y bebidas colocados en las ofrendas. Son días de regocijo en los que los mexicanos nos reímos de la muerte y recordamos a nuestros familiares y amigos que ya no están físicamente con nosotros, pero que siempre viven en nuestro recuerdo y nuestro corazón.

     

lunes, 16 de noviembre de 2009

Regla, vida y eseñanzas del Temple

La regla de la Orden del Temple fue proporcionada por San Bernardo de Clairvaux, un abad cisterciense que se dio a la tarea de redactar las normas internas de los caballeros, de sus actividades, su forma de comportarse, su vestimenta, su música y hasta los alimentos que debían consumir.

La regla de los templarios era conforme a las normas del Cister, con ordenamientos muy estrictos que primeramente exigían tres votos básicos de los hermanos: Pobreza, obediencia y castidad. Además de ello, a los hermanos no se les permitía hablar “cosas superfluas y vanas” ni tampoco los chistes ni la hilaridad. No tenían permitido jugar a los dados o al ajedrez, tampoco podían salir de las fortalezas sin permiso de una autoridad superior ni dedicarse al comercio o la usura.

Vivían en completa abstinencia y humildad, sólo poseyendo dos camisas, dos calzas y mantos, siendo uno para invierno y otro para verano, una capa, una túnica, un cinturón de cuero, dos bonetes, un par de sandalias y un par de zapatos. Para la batalla llevaban el manto, la capa, una cota de malla, casco, escudo, una espada, un cuchillo para pan y otro de asalto, un hacha y una lanza. Se les proporcionaban hasta tres caballos para usar uno después de otro en caso que se cansarán o cayeran en batalla. A pesar de vivir en austeridad, la Orden era muy rica y tenía por obligación destinar la décima parte de lo que poseía en pro de los más necesitados.

Estaban dedicados a la oración y a la meditación mientras permanecían en los conventos y fortalezas de la Orden. En la batalla siempre eran los primeros en ir y los últimos en regresar, y luchaban con valentía y fiereza contra el enemigo, aunque tenían la obligación de mostrar piedad y misericordia de los heridos y los rendidos.

Cuando algún hermano moría, ya fuera en paz o en guerra, debían ofrecer cien padres nuestros y una misa hasta el día séptimo y dar bebida y comida a un pobre como si fuera el hermano fallecido por cuarenta días. Si un peregrino o caballero fallecía en sus instalaciones, debían alimentar a un pobre por siete días en ofrenda a Dios por el alma del difunto.

A la hora de comer, se hacía una oración de gracias y posteriormente se leían textos de la Biblia mientras todos comían en absoluto silencio, para posteriormente dar gracias Dios por todo de lo que disfrutaban. Tenían permitido comer carne hasta tres veces a la semana, siempre y cuando no fuera Semana Santa, día de Navidad, de la Virgen o de los Santos Difuntos, en caso contrario se alimentaban de legumbres cocidas o pescado.

Tenían permitido consumir vino pero con extrema moderación y tenían que guardar ayuno ciertos días establecidos. Tenían como obligación dar la décima parte de los alimentos a los pobres diariamente.

La vida monástica-militar, comenzaba cuando el aspirante pedía admisión a la Orden, se le hacían preguntas con respecto a su linaje, a sus pecados y a los sacrificios que debería hacer para entrar y al entrar; este proceso duraba un año, en el que el candidato tenía que ir diariamente a pedir la admisión, al término del año se le permitía el acceso como novicio después de realizar una muy significativa ceremonia de iniciación.

Posteriormente podría ir escalando según sus méritos y comportamiento en los puestos de la Orden, aunque todos los caballeros sabían bien que no debían ambicionar tener puestos sino servir a Dios y a la Orden a la que se habían consagrado.

Eran hombres de honor, y las personas de la época los consideraban guerreros santos, ángeles protectores y sobre todo, amigos dignos del trato de los hombres de bien, no importando si eran cristianos, musulmanes o judíos. Se sabe que eran muy respetuosos y tolerantes con otras creencias ajenas a la suya y que trataban a todos con justicia, no importando raza, sexo o religión.

El propósito fundamental de la Orden del Temple era el de crear una civilización dedicada a Dios, una cultura que tuviera los altos valores que ellos mismos profesaban: valentía, coraje, templanza, paciencia, sabiduría, honor, cortesía, amistad, respeto y tolerancia. Entre las ideas que evidentemente tenían, aunque de manera abierta no se mencionaban, estaba que creían en un Dios Único, Creador, Redentor y Salvador, contenido tanto en la religión cristiana como en la judía y el islam, entre muchas otras, creyendo de esta manera, en una sola Divinidad expresada de diferentes maneras.

Luchar contra el materialismo, la impiedad y la tiranía del mundo; defender la santidad del individuo y afirmar la base espiritual de la existencia humana eran algunos de sus propósitos fundamentales. Los soldados templarios eran soldados de Dios, por lo tanto, debían andar con Dios para cualquier actividad que desempeñaran, siendo más que simples hombres. Tenían la obligación de ser los caballeros y monjes más humildes, más nobles, más valientes, más caballerosos, más generosos, más honestos y los más corteses, superándose día con día y sirviendo a Dios y a la Orden por encima de todo.

Los Templarios: La Historia

La historia de los Caballeros Templarios comenzó hacía el año de 1118, después de la primer cruzada que había resultado exitosa para la cristiandad, cuando Hugo de Payns, noble francés, junto con otros ocho caballeros decidieron ponerse al servicio de la Iglesia en la misión de proteger a los peregrinos que viajaban de Acre a Jerusalén.

La Orden se vio apoyada en principio por San Bernardo de Clairvaux, un hombre noble y bondadoso que rechazó el papado para continuar con su vida de pobreza y humildad, a la manera de Cristo. Él recomendó la Orden enormemente al papa Honorio II, quién tenía a San Bernardo como un gran consejero, y dio su aprobación para crear la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, a semejanza de otra Orden: Los Caballeros del Santo Sepulcro.

Los nueve caballeros viajaron a Jerusalén, que se encontraba bajo el reinado cristiano de Balduino II, y ahí, el monarca les cedió la propiedad de la mezquita de Al-Aqsa, que estaba construida sobre parte de las ruinas del antiguo Templo de Salomón, para que fuera la sede de su Orden, que tomó el nombre completo de Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón, aunque fueron mejor conocidos por la gente como Caballeros Templarios.

Durante nueve años, la Orden permaneció intacta, sin aceptar novicios ni nuevos reclutas. Aunque se dice que en esos nueve años se dedicaron a realizar excavaciones en la sede de su Orden, el antiguo Templo de Salomón. Lo que encontraron o no, es parte de esta gran leyenda que fueron los templarios. Jacques de Vitry escribiría un siglo más tarde acerca de esos extraños caballeros:

"Ciertos caballeros, amados por Dios y consagrados a su servicio, renunciaron al mundo y se consagraron a Cristo. Mediante votos solemnes pronunciados ante el Patriarca de Jerusalén, se comprometieron a defender a los peregrinos contra los grupos de bandoleros, a proteger los caminos y servir como caballería al soberano rey. Observaron la pobreza, la castidad y la obediencia según la regla de los canónigos regulares. Sus jefes eran dos hombres venerables, Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Omer. Al principio no había más que nueve que tomasen tan santa decisión, y durante nueve años sirvieron en hábitos seculares y se vistieron con las limosnas que les daban los fieles."

En 1127, Hugo de Payns viajó a Roma para recibir la última aprobación del sumo Pontífice y ser reconocidos como una Orden militar. Ya el rey Balduino II y el Patriarca de Jerusalén los habían reconocido como hombres de bien, y virtuosos que dedicaban sus vidas a la protección de los peregrinos ante las adversidades de los caminos, tales como ladrones, bandidos y bestias; y dieron su recomendación a San Bernardo y al sumo pontífice de la Orden.

Después de celebrarse el Concilio de Troyes, de gran deliberación por parte de obispos y cardenales, y del apoyo de San Bernardo, la Orden del Temple nació legalmente como una Orden monástico-militar, bajo las reglas del Císter, y bajo un reglamento ideado y redactado por San Bernardo, que pertenecía a dicha Orden.

A partir de la formación oficial de la Orden del Temple, muchos caballeros sin faltas buscaron ser admitidos en ella, aunque también buscaron su anexión muchos hombres pertenecientes a la nobleza que habían vivido en la lujuria, la ambición y el crimen, lo que pareció muy bueno a San Bernardo, que veía en este hecho la conversión del vicio en virtud.

La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo creció de manera desmesurada por toda Europa, gracias al apoyo de San Bernardo y de otros abades amigos suyos, tales como Pedro el Venerable, abad del Cluny (la otra gran orden monacal aparte de la del Cister), el abad Suger de Saint-Denis, el prior de la Cartuja y Esteban Harding, abad del Cister, que recomendaron la Orden a lo largo de los reinos de la cristiandad. Sumado a ello que los principales miembros hicieron difusión personalmente, ante príncipes y reyes.

Tras la muerte de Hugo de Payns en 1136, ascendió al puesto de Gran Maestro Robert de Craon. Bajo su jurisdicción, el Papa Inocencio II dictó la bula Omne datum optimum en 1139, con la cual se estipulaba que la Orden del Temple no tenía autoridad mayor más que el mismo Papa, no teniendo que rendirle cuentas ni a monarcas ni iglesias locales, ni siquiera al Patriarca de Jerusalén ante el que habían emitido votos; tenían derecho a tener sus propios oratorios e iglesias y a reclutar a sus propios capellanes para los servicios religiosos; además los eximia de pagar diezmos y tributos, y por el contrario, les daba derecho a recibirlos.

Estos privilegios que había recibido la Orden fueron objeto de la envidia de otras Ordenes de Caballería, como los Caballeros de San Juan, también llamados Hospitalarios, y los Teutónicos, que aunque luchaban por causas similares, veían a los Templarios como contrincantes a vencer; además de los celos de obispos, cardenales y reyes que no recibirían ingresos de la Orden.

Debajo del papado de otros dos pontífices los Templarios continuaron conservando sus privilegios y los reforzaron, bajo Celestino II y Eugenio III, las bulas expelidas fueron Milites Templi en 1144 y Militia Dei en 1145.

Crecieron ampliamente gracias a sus feudos y a que eran muchas veces contratados por nobles y monarcas para proteger sus tesoros, palacios y tierras. Recibían cuantiosas donaciones para su causa y fueron los padres de los sistemas bancarios modernos, al instituir el primer sistema bancario.

Los Templarios fueron ampliamente reconocidos como luchadores y guerreros fieros, tanto en el mundo físico contra sus enemigos sarracenos, como en el reino espiritual contra las fuerzas demoníacas. Su fiereza en el combate era legendaria así como su nobleza, tanto con sus aliados como con sus “enemigos” musulmanes. Eran considerados por gran parte de los peregrinos como “ángeles protectores” y fueron considerados como ejemplos a seguir por caballeros de todas clases y por toda la cristiandad en general. Eran ejemplos de virtud, coraje, nobleza, humildad y generosidad.

En sus castillos y fortalezas admitían a todo aquél peregrino, noble o plebeyo, civil o caballero que pidiera asilo; y ofrecían servicios médicos a quienes lo requirieran. Destinaban buena parte de sus recursos a brindar alimentos a los más pobres y vivían dentro de sus monasterios en silencio, sin más sonido que el de sus voces orando y el de sus manos trabajando.

Algo que llamó mucho la atención a sus contemporáneos fue la gran tolerancia y respeto que mostraban hacía los “infieles” musulmanes y los “heréticos” judíos, a quiénes permitían participar en varias actividades dentro de sus fortalezas y a quienes protegían como a cualquier ciudadano cristiano. Incluso existen testimonios de que dejaban a los musulmanes rezar en la mezquita de Al-Aqsa, que era la sede de su organización.

Pero a pesar de su fiereza y genio militar, ni siquiera los templarios pudieron contener las fuerzas musulmanas del sultán Saladino, de Egipto, quien en la tercera cruzada expulsó a las fuerzas cristianas y tomó la ciudad de Jerusalén. En esta cruzada participaron reyes como Felipe II Augusto, de Francia; Federico I Barbarroja, del imperio germánico; y Ricardo Corazón de León, de Britania. Éste último, en su regreso a Inglaterra fue escoltado por un servicio de Caballeros Templarios, con quienes había hecho amistad, pero a mitad del camino despidió a sus protectores, muriendo a causa de una flecha de camino a casa.

Después de la cuarta y quinta cruzada, que fueron un fracaso, las abatidas fuerzas de la cristiandad se retiraron ante las fuerzas superiores de los sarracenos. Posteriormente, con el rey Federico II Hohenstaufen, se recuperaría la tierra de Jerusalén mediante acuerdos diplomáticos. Pero poco tiempo después, los soldados musulmanes retomaron la ciudad de manera definitiva. Los Templarios se retiraron a Acre y acordaron con el sultán un pacto de neutralidad en la ciudad, de manera que los cristianos pudieran asistir a ese lugar sagrado sin problemas.

Jacques DeMolay, 23º. Gran Maestro de la Orden organizó varias expediciones a Tierra Santa, logrando entrar a Jerusalén y venciendo las fuerzas del Sultán de Egipto, Malej Nacer, derrotándolo definitivamente en la ciudad de Emesa en 1299. En 1300 organizó otra incursión hacía Alejandría y estuvo a punto de recuperar la ciudad de Torsota para la cristiandad, de manos de los sirios.

Pero para el infortunio de las fuerzas cristianas en general, los sarracenos ganaron terreno y rápidamente las ciudades que los Templarios habían ganado, les fueron arrebatadas. Esto sucedió ya que solamente los Templarios y los Hospitalarios se encargaron de defender las ciudades, desprovistos de apoyo de otros reinados de la cristiandad.

La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo tuvo la necesidad de reorganizarse. El Gran Maestro viajó a la ciudad de Chipre para realizar una serie de acciones con los Caballeros que estaban a su mando. Fue entonces que recibió el llamado del papa Clemente V que lo convocaba a él y a sus más altos mandos a viajar a París, Francia, para atender algunos asuntos.

El rey Felipe IV, “El Hermoso”, de Francia, tenía bastantes deudas con la Orden del Temple, encontrándose prácticamente en una crisis económica. Él había solicitado admisión en la prestigiosa Organización, recibiendo una negativa las dos veces que había pedido permiso de entrar, ya que según las reglas que tenían, ningún rey o señor podía alcanzar altos puestos que pudieran hacer de los templarios un ejército personal y de un solo reino. Esto le parecía al monarca, infame, y sumado a las deudas y la gran ambición que tenía, decidió hacerse con la gran riqueza de la Orden. Fraguó un plan junto con su consejero, Guillermo de Nogaret, para eliminar a sus deudores y obtener sus bienes.

Ya con anterioridad, el papado había caído ante los poderes del monarca francés. Bonifacio VIII fue víctima de un atentado contra su vida por parte del rey en 1303, ya que se negaba a que la Iglesia en Francia pagara tributo sin su consentimiento. Muriendo un mes después del incidente y tras excomulgar a Felipe y sus aliados, el papado lo asumió Benedicto XI, quien abolió la orden de excomunión para el rey francés, pero no para sus aliados. Para este entonces, la residencia oficial del papa se ubicaba en Avignon donde Francia podía vigilarlo de cerca.

El papa Benedicto XI murió víctima de envenenamiento por orden de Guillermo de Nogaret, consejero de Felipe IV, pero el monarca ya tenía listo al sucesor a la silla de San Pedro: Bertrand de Got; un amigo cercano suyo, quien tomó el nombre de Clemente V. Éste no era más que un títere del rey y una pieza clave en el exterminio del Temple, ya que Felipe IV lo convenció de las ventajas de destruir a la Orden para hacerse con las riquezas y poder que tenía, desafiando incluso, el poder del papado.

El viernes 13 de octubre de 1307, se dio la orden de aprehensión para los Caballeros Templarios, se ejecutó en la noche. El Gran Maestro fue llevado en bata de dormir a las cámaras de tortura de la Inquisición junto con todos los compañeros que atraparon sin oponer resistencia a los soldados, tanto del monarca francés como de la Inquisición, cosa que resulta extraña, pues los templarios eran conocidos por ser guerreros muy capaces y su rendición fue casi inmediata.

El proceso de los Pobres Caballeros de Cristo duró siete largos años, en los que se utilizó en gran manera la tortura física, que estaba a cargo del Jefe Inquisidor Imbert, confesor de Felipe “El Hermoso”. Muchos caballeros cayeron ante el sufrimiento aceptando los crímenes que se les imputaban, hubo algunos que incluso narraban una serie de historias inverosímiles con respecto a los cargos que se le hacían a los Templarios. Todos ellos eran novicios recién iniciados en la Orden sin suficiente conocimiento de la misma para poder hablar, aunque de todos modos lo hicieron, víctimas del dolor o de las recompensas ofrecidas por los torturadores y jueces.

Otros tantos murieron víctimas de los aparejos de la Inquisición, y varios murieron en la hoguera, todavía sin pruebas verídicas que los condenaran y sin previo juicio. "¡No me siento capaz de soportar ni un momento más esta amarga prueba... Díganme de lo que van a acusarme, señores comisarios, que estoy dispuesto a confesarme autor de la muerte del mismo Jesucristo!" eran palabras complacientes que oían los torturadores por parte de sus acusados templarios.

Jacques DeMolay cayó ante el suplicio de siete años de tortura, y admitió los crímenes de que se acusaba a la Orden, aunque jamás reveló la identidad de sus demás compañeros, la ubicación de sus riquezas ni los secretos de la Orden. Ante la falta de cooperación, monarquía e Iglesia decidieron sentenciarlo a él, junto a tres de sus preceptores, a cadena perpetua, veredicto que nombraron delante de Notre Dame de manera pública. A lo que el Gran Maestro proliferó:

“Justo es que en estos últimos instantes de mi existencia revele la verdad. Confieso por lo tanto, ante Dios y ante los hombres, que, para mi eterna deshonra, he cometido en efecto los mayores crímenes, pero únicamente cuando reconocí y confesé aquellos que una maldad muy oscura ha imputado a nuestra Orden: afirmo, como la verdad me obliga a constatar, que la Orden es inocente. Si alguna vez declaré lo opuesto, lo hice únicamente para finalizar los horribles estragos del suplicio y para conseguir la indulgencia de mis torturadores.

Conozco el castigo que me espera por las palabras que estoy diciendo; pero el horrible espectáculo que se me ha presentado con el destino de muchos de mis hermanos, no me llevará de nuevo a confirmar mi primera falsedad con otra; la vida que se me ofrece con tan nefasta condición, la dejaré sin sentimiento. ¡Nos consideramos culpables, pero no de los delitos que se nos imputan, sino de nuestra cobardía al haber cometido la infamia de traicionar al Temple por salvar nuestras miserables vidas!"

La gente de Francia se enardeció al escuchar tal declaración. El pontífice y el monarca, furiosos, decidieron realizar una última intervención con los líderes templarios por medio de los jefes inquisidores que realizaron un pequeño juicio intentando que DeMolay aceptara los cargos verificando su anterior declaración de culpabilidad. Ante la negativa del Gran Maestre y el apoyo de Guy de Auvergnie a su líder, los inquisidores decidieron mandar esa misma tarde a ambos a la hoguera.

Aunque el papa Clemente V reconocía en las Actas de Chinon la inocencia de la Orden del Temple y sus miembros, librándolos de toda culpa y admitiéndolos dentro de los márgenes de la Iglesia Católica Romana, dichos documentos fueron escondidos para terminar con la Milicia de los Pobres Caballeros de Cristo y el Templo de Salomón.

El papa y el rey francés se encontraban regocijándose porque habían logrado, en gran parte, su cometido. Pero a pesar de haber desarticulado a la Orden del Temple y de haber llevado a la hoguera a bastantes, no lograron obtener todas las riquezas y secretos que los templarios resguardaban. Aunque insatisfechos por tal situación, se mostraban felices presenciando el final del último Gran Maestre del Temple. Pero DeMolay dio una advertencia al monarca y al pontífice:

"Dios sabe quién se equivoca y ha pecado, y la desgracia se abatirá pronto sobre aquellos que nos han condenado sin razón. Dios conoce que se nos ha traído al umbral de la muerte con gran injusticia. Dios vengará nuestra muerte. Señor, sabed que, en verdad, todos aquellos que nos son contrarios, por nosotros van a sufrir. No tardará en venir una inmensa calamidad para aquellos que nos han condenado sin respetar la auténtica justicia. Dios se encargará de tomar represalias por nuestra muerte. Yo pereceré con esta seguridad. Clemente, y tú también Felipe, traidores a la palabra dada, ¡os emplazo a los dos ante el Tribunal de Dios!... A ti, Clemente, antes de cuarenta días, y a ti, Felipe, dentro de este año..."

Después de dichas palabras, DeMolay junto a Guy de Auvergnie murieron lentamente consumidos por el fuego, pero mientras ardían, hicieron lo que muchos hermanos suyos habían realizado antes en la pira, expiraron orando lo que Cristo había instituido a sus discípulos: “Padre nuestro que estás en los cielos…”.

Pero la bandera Templaria continuó ondeando en Europa, ya que sólo fue en Francia donde se les exterminó de principio a fin, aunque perduró bajo otros nombres y otras situaciones. A los hermanos del Temple en otros países se les permitió ingresar a conventos monacales o a otras Órdenes de Caballería como los Hospitalarios o Teutónicos, o en algunos casos, sólo cambiaron de nombre realizando las mismas labores, como en el caso de Portugal donde la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y el Templo de Salomón se convirtió en la Orden de Cristo. Su legado no desapareció con la gran caza que se hizo de ellos.