Desde siempre, la muerte ha sido un paso incomprensible para
los seres humanos, pero tenemos firmemente la creencia de que el término de
esta vida nos conduce a otra más allá. Nuestros ancestros pensaban, que por un
tiempo al año, los difuntos podían regresar a la tierra, para disfrutar junto a
sus seres queridos los placeres que tenían en vida. Era un tiempo encomendado a
la muerte, pero sobre todo, a la espiritualidad.
La
tradición del Día de Muertos, se remonta a nuestras raíces prehispánicas. Desde
los inicios de la cultura en Mesoamérica, los muertos eran objeto de temor,
respeto y reverencia. Posteriormente, las religiones bien establecidas del
antiguo México, seguirían reverenciando a los muertos, como guías y
protectores.
Las
historias relataban que los hombres habían sido creados a partir del maíz, dado
por el dios Centeótl, y moldeados por las manos de Quetzalcóatl, el sabio
creador. Pero para hacerlo, el bondadoso Dios tuvo que viajar hasta la tierra
de la muerte, el Mictlán. Acompañado por su hermano Xólotl, el guía,
representado con forma de perro, recorrió las sendas tenebrosas hasta llegar al
trono de Mictlantecuhtli y Mictecacihuatl, señores de los muertos.
Quetzalcóatl
les pidió que le regalaran unos huesos para crear a la nueva humanidad, pues
habían sido creadas cuatro humanidades anteriores que habían sido destruidas
por su maldad y su ignorancia, pero Mictlantecuhtli se negó. El dios de la
sabiduría le pidió entonces los huesos prestados, a lo que el rey de la muerte
accedió, pero sólo si Quetzalcóatl pasaba una prueba: tocar un caracol, para
escuchar su música.
La
prueba estaba arreglada para que Quetzalcóatl perdiera, pues el caracol no
tenía agujeros para que saliera el sonido, pero el sabio Dios, llamó a sus
amigos los gusanos, que llegaron para comerse parte de la concha, haciéndole los
hoyos que necesitaba, entonces él tocó y salió una música hermosa. El rey del
inframundo lo dejó partir con los huesos “prestados”.
Quetzalcóatl
no pretendía regresarle los huesos a Mictlantecuhtli, y decidió salir de sus
dominios lo más rápido que pudo, pero no sabía que Tezcatlipoca, su hermano y enemigo,
fraguaba junto con Mictlantecuhtli la desaparición de él y su nueva humanidad.
Con forma de buitre lideró a las sombras, súbditos del Mictlán, para detener al
buen Dios. Cavaron un foso profundo y esperaron a que cayera en su trampa.
El buen Dios, cayó y los huesos se dispersaron por la tierra yerma, cosa que seguramente los
haría infértiles para crear a la nueva humanidad, por lo que lloró y sangró,
sentado sobre lo que iba a ser su mejor creación, sus amados humanos. Pero sus
lágrimas y su sangre llegaron hasta la tierra y los huesos germinaron, y
entonces la nueva humanidad vio la luz del día.
Por
obra del sacrificio de sangre y lágrimas fue que la humanidad vivió, es por
ello que nuestros ancestros prehispánicos hacían sacrificios, para retribuir un
poco lo mucho que los Dioses nos habían dado, la vida. Los huesos debían
regresar al Mictán, pues eran prestados, por esa razón, la mayoría de las
personas iba a esa tierra al morir.
El Mictlán era una tierra vasta, ordenada en nueve
diferentes niveles. Los muertos debían realizar el largo viaje desde la tierra
hasta el último de los niveles para alcanzar el descanso eterno, un trayecto
que duraba cuatro años. La mayor parte de las ocasiones se les enterraba con un
perro, el xoloescuintle que se relacionaba con Xólotl, el hermano y guía de
Quetzalcóatl, y con artefactos que necesitarían para su viaje. La travesía se
realizaba de manera muy similar a la relatada por los egipcios en su “Libro de
los Muertos” y por otras civilizaciones como la griega y la asiria.
Había
otros destinos diferentes al Mictlán. Uno de ellos era el Chichihuacauco, el
cielo de los niños muertos al nacer o antes del parto, en este lugar, había un
enorme árbol que sostenía cálidamente a los pequeños y les proveía de leche que
brotaba de sus ramas. Posteriormente, los pequeños podrían volver a la tierra
nuevamente para renacer, cuando se terminará el Quinto Sol.
Otro
cielo era el que presidía Tláloc, el Tlalocan, un lugar donde había eterna
primavera, todo era verde y fresco. Ahí los difuntos gozaban de abundancia y
reposo. Iban ahí los que morían ahogados, congelados por el frío o golpeados
por un rayo, los que morían de alguna enfermedad y los sacrificados al Dios de
la lluvia.
Un
destino diferente les esperaba a los guerreros, tanto los que morían en batalla
como a los que habían sido hecho prisioneros y sacrificados, ambos los honores
más grandes dentro de la sociedad mesoamericana; al igual que a las mujeres que
morían al dar a luz, pues se consideraba que morían como guerreras. Este cielo
era el Omeyocan, presidido por Huitzilopochtli, donde había luz del sol de
manera permanente, cantos, danza y comida en abundancia. Después de un tiempo
las mujeres podrían regresar a la tierra en forma de mariposas y los hombres en
colibríes.
Pero
éstas, no eran residencias permanentes de los muertos, pues una vez al año, el
señor de la muerte les permitía regresar al mundo de los mortales gracias a
Quetzalcóatl, ya que se rememoraba el robo de los huesos del Mictlán hasta la
tierra. Esto sucedía cuando se levantaban las cosechas y comenzaba el otoño, a
finales de octubre y principios de noviembre, cuando la obscuridad comenzaba a
tomar dominio de la tierra. Eran tiempos de gran energía y turbulencia
espiritual, por lo que era tiempo propicio para hacer sacrificios y plegarias.
En
estas fechas, el alma de los difuntos regresaba a la tierra para ver a sus
familiares y amigos, quienes colocaban comida y bebida a modo de ofrenda. Era
un tiempo de espiritualidad y regocijo, en el que vivos y muertos podían
convivir en una fiesta sublime. Se agradecía a los Dioses por esta oportunidad
de estar rodeado de los ancestros y se hacían plegarias y sacrificios para
ellos.
La
ofrenda prehispánica consistía en un círculo de sal o cal, elementos santos que
purificaban la ofrenda, seccionado en cuatro partes orientadas a los puntos
cardinales. Dentro del círculo se ponían los alimentos y bebidas, además de
objetos que gustaran al difunto. La flor de cempaxúchitl y las llamas no podían
faltar, pues guiaban el alma de los ancestros hasta el hogar donde se colocaba
la ofrenda.
El
círculo completo representaba el
universo en su totalidad, infinito y eterno, pero cíclico. Cada una de estas
secciones representaba un elemento, una hora del día, una estación del año, una
región del universo y un Dios determinado.
El sur
se pintaba de rojo y simbolizaba el fuego, elemento del poder, la vivacidad,
creación y destrucción. Símbolo del verano, tiempo de la siembra, del calor y
la lluvia, cuando la vida crece desmesuradamente y la Tierra está más cerca del
Sol; era el astro rey al mediodía, cuando hay más luz y calor. Se honraba a
Huitzilpochtli, Xiuhtecuhtli y Huehueteótl.
El
oeste era de color azul y representaba el agua, elemento de transformación,
cambio y renovación; el otoño, cuando las hojas caen y se recogen las cosechas,
cuando el Sol comienza a morir y a decaer y el frío y la obscuridad comienzan a
tomar fuerza, el ocaso. Se celebraba a Tláloc y Chalchitlicue, los señores del
agua y la fertilidad.
El
norte se pintaba de negro y simbolizaba la tierra, el elemento de la
estabilidad y la firmeza, de la fuerza. Era el invierno, la época cuando el
mundo se sumerge en tinieblas, y la noche, cuando Coatlicue, la señora de la
Tierra devoraba simbólicamente a su hijo Huitzilopochtli, el Sol. Este
fragmento de ofrenda representaba el Mictlán y sus reyes: Mictlantecuhtli y
Mictecacihuatl. También se honraba a Tezcatlipoca, señor de la ilusión y la
obscuridad.
El este
era de color amarillo y representaba al aire, elemento de transmisión y
libertad, de la inteligencia; era la primavera, tiempo de renacimiento, cuando
el frío comienza a pasar y la vida regresa, el amanecer, cuando el Sol renace
triunfante sobre la obscuridad. Esta parte representaba la región de
Quetzalcóatl donde también se ubicaban Xólotl, Ehécatl y Xochipilli.
De esta
manera, nuestros ancestros mesoamericanos no sólo ofrecían a sus muertos
alimentos y bebida, sino también ofrendaban a sus Deidades y representaban al
Universo y su ciclo eterno, por lo que era muy importante realizarla, no sólo
por los difuntos sino por los vivos, no para recordar la muerte sino la
importancia de la vida y que ésta es cíclica.
Posteriormente
con la llegada de los españoles y la religión católica, esta tradición se
amalgamó con el “Día de todos los santos” y el “Día de los fieles difuntos” que
misteriosamente eran fiestas celebradas para conmemorar a los muertos y que se
llevaban a cabo por las mismas fechas. Aunque estas celebraciones fueron
adoptadas por el catolicismo, eran llevadas a cabo por los romanos mucho antes
de su conversión al cristianismo.
Entonces
se comenzaron a hacer ofrendas en mesas, con los alimentos y bebidas nuevas,
mezcla de las culturas mesoamericanas y europeas que se fundían en una sola: la
mexicana. Una tradición renacida y sincretista, pero que mantenía su esencia
original. La sal, el fuego, el agua y los alimentos y bebidas siguen
colocándose para los ancestros, pero también se agregaron las calaveras de
azúcar y el pan de muerto, ambos, alimentos que finalmente representan como la
vida impera sobre la muerte y la devora.
Surgieron
las “Calaveras”, un producto literario escrito usualmente en verso, que trata
de la muerte (llamada “la flaca”, “la calaca”, “la tilica”, “la catrina”) y
alguna persona, ya sea algún familiar o amigo, o algún político o personaje
famoso. En la “Calavera” se utiliza el humor, el sarcasmo, la ironía y la
sátira para hablar de un suceso gracioso y lleno de ingenio relacionado con el
personaje.
También
surgieron las afrancesadas “Catrinas”, la muerte vestida de manera elegante con
vestido y sombrero, como toda una dama de sociedad, vista por vez primera en la ilustración de José Guadalupe Posada, "La calavera garbancera" y posteriormente en la pintura de Diego Rivera “Sueño de un domingo por la tarde en la Alameda”, donde
aparece como personaje central. Ahora se reproducen las “Catrinas”, en dibujo,
pintura, papel maché o en disfraz, con diversas temáticas, pero siempre viendo
a la muerte como una “persona” más, con la que convivimos diariamente y con
quién en lugar de llorar, reímos.
Actualmente,
la celebración se continúa haciendo para nuestros ancestros que descansan en el
otro mundo, en días que seguimos considerando como santos, ya que nuestros
muertos tienen la potestad de regresar para convivir con nosotros y disfrutar
de nuestros alimentos y bebidas colocados en las ofrendas. Son días de regocijo
en los que los mexicanos nos reímos de la muerte y recordamos a nuestros
familiares y amigos que ya no están físicamente con nosotros, pero que siempre
viven en nuestro recuerdo y nuestro corazón.
Saludos Hermano... muy buen blog, es verdaderamente interesante, felicidades... Llegué al blog por casualidad pero me quede al ver todas las cosas que aqui posteas.
ResponderEliminarDesde Bolivia, mando los más cordiales saludos de mi capítulo Juventud Del Oriente #311
Es muy bueno tu blog, pero seria mas interesante aun si hicieras las citas bibliograficas de donde tomas tu información, creo que realmente vale la pena. Y darle los creditos a quienes han investigado nuestra cultura.
ResponderEliminarSí, muchas gracias por el comentario. Tengo la intención de hacerlo, espero pronto dedicarle un tiempo al Blog, para agregarle a las entradas las fuentes bibliográficas. Qué bueno que te fue de utilidad.
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