La semiótica es el estudio de los signos, no hay nada más que eso. Sin embargo los seres humanos han querido significar todo aquello que les rodea, no le es suficiente con vivir y experimentar el mundo alrededor suyo, sino que le es sumamente necesario designar las cosas.
En su labor como especie curiosamente “científica” nombró muchas de las cosas que existen, las catalogo y las dividió según sus características. Intenta encasillar todo el conocimiento en explicaciones que muchas veces no rebasan la superficialidad y que casi nunca llegan a profundizar lo suficiente en los temas que intenta descifrar.
El hombre parte de la premisa de que todo puede ser aprehendido por medio de la razón, que todo es medible, cuantificable y demostrable. Lo que no se percibe por medio de los sentidos, lo que no puede comprobarse en un laboratorio científico no puede llegar a ser calificado por la “gente con un poco de inteligencia” más que por una mentira, falacia, superstición, sandez.
Sin embargo, el mundo no sólo se compone de cosas científicas. Afortunada o desgraciadamente la existencia no se restringe a ser meros números en un papel, a meras operaciones matemáticas que dan resultado de todo lo que es. En el mundo existen cosas que no pueden ser asidas por el hombre.
Ni el lenguaje, ni la comprensión, ni la razón, ni siquiera la imaginación humana pueden dar lugar a fenómenos que son imposibles de explicar. Somos seres limitados, finitos; hasta el momento no hemos encontrado fin al universo, y queremos llegar a descifrarlo todo como si realmente fuera posible.
Primero el obscurantismo religioso del medioevo, luego el renacentismo antropocéntrico, posteriormente el racionalismo ilustrado, cerrando con broche de oro el materialismo industrializado y empresarial; todas ellas épocas que desgastaron, hirieron, mataron y enterraron tesoros invaluables.
La sociedad occidental actual sigue lo que se denomina Verstand, aquello que sigue los patrones estéticos, científicos, morales y empresariales que la misma sociedad industrializada ha generado. La hegemonía de este modelo rige en casi todo el mundo y se expande estrepitosamente por doquier.
Sin embargo, la moneda tiene siempre dos lados. Del otro lado existe lo que se llama Vernunft, lo heterogéneo, lo que se denomina la otredad. Todo lo que la sociedad desprecia, lo que rechaza, juzga y castiga es lo otro.
Aquello que no deseamos ver y lo que no podemos ver. La Vernunft se manifiesta de variadas maneras, aunque no en su totalidad, ya que la heterogeneidad escapa de nuestras manos cada vez que intentamos atraparla. Como cuando queremos agarrar el agua con nuestras manos, ésta se escurre entre nuestros dedos, pero nos quedamos con algunas gotas en nuestra piel.
La pintura, la danza, el teatro, la literatura, la filosofía, la poesía, la sexualidad, el erotismo, el misticismo; todas ellas son manifestaciones de la otredad dentro de lo homogéneo, lo poco que se puede rescatar de trascendencia en un mundo destinado a morir.
El lenguaje es el conjunto de signos que designan alguna cosa, por medio de sonidos el hombre nombró a las cosas de manera arbitraria, pero los signos han atrapado a las cosas, quitándoles su lugar. Y lo peor del caso no es ese, sino que tenemos signos que significan a otros signos, y así, poco a poco vamos significando más y más hasta que todo pierde el sentido.
La realidad es que las cosas no tienen un nombre propio, intentamos obtener la esencia de las cosas al nombrarlas, dominarlas, pero fracasamos en nuestro intento inútil e insistente, por no decir necio, de hacerlo.
En este caso, muchos libros y autores han llegado a un punto en común: Existen cosas que no pueden ser nombradas. Es por eso que el Dios del evangelio cuando se torna visible para Moisés responde a su pregunta diciendo: "Yo soy el que Soy". No hay nada más, no se puede describir con palabras aquello que resulta infinito.
Como dicta el primer capítulo del Tao Te Ching de Lao Tsé: "El Tao que puede nombrarse no es el verdadero Tao". De igual manera las cuestiones trascendentes se encuentran fuera de nuestro círculo, de nuestro rango, frontera que, como simples mortales no podemos cruzar.
Por otro lado, existen fronteras que trascienden las normas y leyes de nuestra sociedad industrializada, materialista y tecnificada, que se aproximan más a lo que es la otredad, y que sin duda podemos alcanzar. Por medio de la exuberancia, el exceso y los arranques imprevistos.
Las perversiones de toda clase, nuestra relación natural con la muerte y la destrucción, la sexualidad desenfrenada y todo lo que deseamos fuera de nuestro mundo “perfecto” se halla ahí. Siempre presente dentro de cada uno de nosotros, latente y en letargo, esperando que llegue el momento de salir y vivir.
Cuando lo observamos nos causa terror, miedo, angustia, asco, repulsión, remordimiento, rechazo, en verdad es algo que odiamos. Pero no solo lo odiamos, sino que también es algo que admiramos, algo que nos causa curiosidad morbosa y que con toda nuestra alma, deseamos.
Porque dentro de nosotros se encuentran las dos caras, como Janos, el dios grecorromano, poseemos dos rostros con los que vemos lo que esta adelante, pero también lo que esta atrás, aquello ante lo que los demás permanece de espaldas porque no desean observarlo, pero anhelan hacerlo.
El lenguaje es, sin lugar a dudas, una herramienta importante, necesaria, pero no es el umbral último, ni éste ni la ciencia, ni aquello que se hace llamar arte y que últimamente, sólo se elabora para vender; porque lo demás, lo indescriptible, lo trascendente, se encuentra en lo otro.
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